miércoles, 9 de julio de 2014

CAUTIVOS (Isaura)

 Y de golpe, así, sin avisar, hoy, un cuento... Espero que os guste...


El principito fue a ver las rosas:
-Sois hermosas, pero estáis vacías -insistió-. No se puede morir por vosotras. Seguro que un viandante cualquiera os creería igual a mi rosa, pero ella es más importante que todas vosotras, porque yo la he regado, porque la protegí contra el frío con mi campana, porque la resguardé contra el viento con el biombo, porque le maté los gusanos (excepto dos o tres para las mariposas). Porque he escuchado sus lamentos y a veces cómo se envanecía y hasta cómo se callaba. Porque es mi rosa.

A. de Saint-Exupéry: -El principito-


Cuando te conocí tenías veinte años. Veinte primaveras: abriles que se me clavaron en el pecho como puñales, hirientes e inmisericordes, desgarradores como sólo puede serlo la juventud cuando está a punto de explotar.
Me destrozaron tus veinte años. Y no fue por mis treinta y algunos, que quedaban lejos, es cierto, pero que no hubiesen sido problema. Tampoco fue por mi matrimonio, que después de cinco años me importaba ya un carajo. No me destrozaste por nada y me destrozaste del todo. Tus veinte años arrebatados, cautivos, inocentes... y además injustos. Injustos para los dos, sobre todo para ti, que te habían robado la mejor época de tu vida cuando aún no la habías disfrutado. Y también para mí, que me quitaban la mejor época de tu vida precisamente cuando tuve la posibilidad de que fuese mía. ¡Cuánto odié tus veinte años!
La primera vez que te vi estabas mirando por la ventana. Era abril, nueve de abril. Abrilaguasmil llovía a mares, que parecía que se acababa de romper el cielo y que no iba a dejar de caer agua nunca. Era un día gris, con todos los significados de la palabra; un día perfecto para cualquier tipo de tragedia, incluso la de conocernos. Tú mirabas por los cristales sin ver como el universo entero se caía encima nuestro. No te importaba.
Recuerdo que tenías un gesto dulce, la misma sonrisa de tranquilidad absoluta que se ha mantenido en tus labios todo este tiempo, a cualquier hora, -salvo cuando te lo he hecho pasar mal, o sea, a menudo-. Sólo Dios sabe lo bella que me pareciste aquel día. Tu belleza doliente y dolida, que resultaba por momentos distante, y casi siempre inaccesible.
Recuerdo que si aguanto un poco más allí, me hubiese vuelto loco de tanto mirarte y de tanto quererte. Porque justo ese día me enamoré de ti por vez primera, con tus veinte años a cuestas, tu imposible belleza, tu mirada perdida, la sonrisa bosquejada y giocondina, la piel pálida de desierto, y tu nombre cómo recién sacado de una novela sudamericana: Isaura. Lo puse en mis labios y lo repetí en todo tiempo, como un hechizo. Isaura-buenos-días-mi-niña, ¿qué tal noche pasaste?, por las mañanas. Isaura-mi-amor, duerme bien, nos vemos mañana, todas las tardes antes de despedirme. Isaura, Isaura, no tardes mi vida, ven pronto Isaura, todas mis noches cuando no eran tuyas...
Recuerdo, en fin, que me enamoré de ti por todas esas razones a la vez y por ninguna de ellas, que es como se enamora de verdad uno, cuando uno, de verdad, se enamora. Y fue sin antídoto, sin remedio, para siempre, y lo que sucede una vez sucede eternamente. Por eso seguiré enamorándome de ninguna de esas cosas cada vez que te vea -o que no te vea-. Seguiré amándote por todo lo que no me das. Encontrarte fue lo mejor que ha pasado en mi vida. No te cambiaría por nada. Pero ojalá no te hubiese conocido nunca.

Han pasado once años y sigo sin poder olvidar aquel día; es más, a medida que transcurre el tiempo recuerdo más y más cosas que ocurrieron en las horas previas. Como por ejemplo que aquel sábado no le correspondía a mi turno, y sin embargo acabé trabajando; o que además fui el único de todos mis compañeros que no paré a media mañana para ir a una conferencia en el salón de actos del hospital. Siempre que pienso en esa mañana descubro algo nuevo, cualquier detalle, que me recuerda que tuve cientos de oportunidades para no conocerte, y que sin embargo en cada decisión tomé siempre la que me acercaba a ti. No creo en el destino, pero eso no debe bastar; al destino le da igual lo que se piense de él. Lo que tiene que ocurrir, lo que es tuyo y te corresponde, no te preocupes: estará para ti justo cuando estés preparado para recibirlo. La frase es de mi abuelo. Es casi una filosofía de vida, de la mía. Pero yo no estaba preparado cuando tú me ocurriste. Ni tampoco lo estoy ahora y sin embargo vuelves a atropellarme. Esa es tu manera de hacer las cosas, llevándote por delante todo lo que te rodea. También a mí. A mí el primero.
Hubo en esa mañana una decisión, un momento, que estuvo a punto de salvarme. Los ascensores estaban estropeados y tardaban media eternidad -o algo más, depende de la prisa que cada cual tuviera- en acudir a las llamadas. Yo, con mucha prisa no sé porqué, me planteé que si el ascensor no aparecía en un minuto me iría a la conferencia, y a la paciente de la 802 que la hiciese otro. Cuando ya me puse a andar se abrieron las puertas. Di media vuelta, entré, y eso lo cambió todo.

En las ocho plantas que nos separaban repasé lo que sabía de ti. Mujer. Veinte años. Síndrome de cautiverio de aparición súbita hacía dos o tres semanas. Causa desconocida. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Como de golpe recordé lo que significaban aquellas palabras: enterarse de lo que ocurre alrededor, escuchar y ver lo que sucede delante de tus ojos, oler y sentirlo todo. Y no poder hacer nada, no mirar, no llorar, no reír... La agonía de la vigilia perpetua. Antes de eso preferiría morirme, pensé en el ascensor. Deberías haberte muerto entonces.
Eso era lo que tu ficha decía. El resto eran detalles irrelevantes, comentarios del médico de urgencias y de todos los profesionales por los que -como una baraja vieja y marcada con la que nadie quiere jugar- habías ido pasando. De lo que no hablaba el papel -de lo que no habla nunca ninguna historia- era de los ojos, de tus ojos marrones y claros, casi anaranjados, como dos gotas de ámbar. Color de miel, cuando la miel es pura, caliente, dulce, líquida. Tus ojos que enganchan. Tu piel para perderse y morirse uno -de rabia, de gusto o de tristeza- cuando te atrapa. Tus labios mudos y esponjosos que imaginé besar tantas veces sin atreverme en ninguna, o casi... Era lo que me importaba, pero cuando quisieron avisarme ya era demasiado tarde.
Te vi y me olvidé de todo. Mirabas la lluvia cuando a mí se me vino el mundo encima como una tromba. No pude hacer nada. No hubiese sabido qué hacer. Me quedé cautivo también yo: atado a ti por algo que la mayor parte del tiempo resulta ininteligible y siempre inexplicable. Este es mi cautiverio. El escalofrío que me aterraba; de instauración brusca, de evolución inmensurable, de pronóstico incierto y causa ignota. La más terrible de todas las enfermedades.

Esta es la primera vez que te escribo y no sé de qué me va a servir. He hablado contigo once años y nunca pensé en escribirte una carta. Ni siquiera sé porque he empezado esta, ni qué es exactamente lo que voy a decirte. Porque lo que quiero decirte ya lo sabes, desde hace once años, un mes y diecinueve días. Eso si supe hacerlo en la habitación -lo que nadie te enseña no puede ser olvidado-, acercándome a tu cabeza y bisbiseando en tu oreja de recién nacido, como quién formula un conjuro -aunque yo fuese hechizado y no hechicero-. Tú aguantaste mi declaración -no tenías más remedio- impertérrita, con el rostro girado hacia el cristal empañado y los ojos marmóreos y límpidos de una estatua de Fidias.
Al principio siempre era así, ninguna reacción, ningún atisbo de vida que contestase a mis palabras; luego, con la sucesión de los años hemos ido aprendiendo nuestro lenguaje; tú aprendiste a fabricar respuestas, y yo a interpretarlas: un guiño de ojos era un sí, el gruñido que siempre sirve para negar, tu mano intentando apretar la mía cuando decías <yo también>.
Todo lo que me dabas, sin excepción, lo he ido convirtiendo en afirmaciones, cada gesto en una esperanza que se adaptaba a mis necesidades. Los neurólogos dicen que vosotros, los cautivos -curiosa forma de llamaros-, os creáis un mundo a vuestra medida; dicen que como la imaginación y la memoria siguen vivas sois capaces de engendrar todo lo que os falta. Algo así es lo que me ha pasado a mí contigo. Te he ido creando, dibujando, engrandeciendo, adornándote de todos los detalles que se me venían a la cabeza. Llegué a pensar que saldrías adelante. Incluso que me querías. No, quizás tú nunca fuiste de esa manera.
Tan necesitado he llegado a estar de ti, que me dolían tus palabras siempre ausentes. Tan intangibles eran que nunca he conocido el tono real de tu voz, de tal forma que si alguna vez me hubieses llamado, no te habría diferenciado entre mil millones de personas. Aunque lo más extraño es la seguridad absoluta que tengo en que si eso hubiese sucedido, te hubiese reconocido sin dudarlo.
-Adiós -contestó el zorro-. Este es mi secreto: sólo se ve bien con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos... El tiempo que perdiste con tu rosa es lo que la hace tan importante.
Digo -y a ver si lo digo de una vez- que me dolían tus palabras de la misma forma que al amputado lo que le está matando de dolor, la verdadera causa de su agonía, es su pierna derecha, que le duele hoy más que nunca aunque se la cortaron hace casi seis años. No hay nada tan ilógico como el dolor, siempre variable e inexacto, aterrador, incomprensible y omnipresente. Pero a la vez no hay nada más real, ni que defina de forma tan exacta el límite entre la vida y la muerte. El dolor nos vuelve locos y nos humaniza.

Llegaste a mi vida -aunque lo correcto sería decir que apareciste, porque estabas ahí, sin venir de ningún sitio- cuando la estaba terminando de estructurar: por fin había conseguido un trabajo fijo después de años intentándolo, tenía mis planes hechos, cantidad de proyectos de futuro. Hasta un matrimonio que, aunque hacía aguas por doquier, formaba también parte de mi cotidaniedad. Todo eso te lo llevaste por delante, lo arrasaste, le diste mil vueltas hasta convertirlo en inservible. Todo se hizo humo y cenizas bajo tu presencia. Luego vino lo demás. Y lo demás fue dejar mi trabajo, mis planes tan bien definidos como inútiles sin ti, mi matrimonio que se desmoronó casi solo. Dejarlo todo para seguirte, para perseguirte por todos los lugares en los que ibas recalando, en busca de ese hospital maravilloso para internarte, o de ese especialista que tuvo siempre una respuesta para todo -hasta que te conoció y se quedó mudo-. Y aún más, acudiendo a los brujos y curanderos que yo mismo había vilipendiado antes de conocerte. Para eso me sirve toda la ciencia que me enseñaron, para esperar un milagro; para que yo, agnóstico, ateo, a-cualquier-cosa, rezara a un Dios extraño como último recurso.
Tu familia y yo arrastrándote de ciudad en ciudad detrás de una posibilidad que no llegaba a materializarse. Dicen que la esperanza es lo último que se pierde; es mentira, la verdadera esperanza nunca se pierde.

El último día que fui a verte estuve hablando con tus padres. Tendrías que fijarte en ellos, tan cerca siempre el uno del otro, con la misma inmensa ternura del primer día. Nunca en once años les he visto un mal gesto, una mala palabra con nadie. Recuerdo que un día, en otra ciudad, les vi por la calle, lejos del hospital, a salvo de cualquier mirada conocida. Les seguí, creo que por curiosidad, tal vez por aburrimiento. De repente giraron en una esquina y cuando les volví a ver estaban mezclados en un beso increíble, mirándose con ojos jóvenes y de amor infinito, como si lo tuviesen recién estrenado, o quizás nuevo, que es casi, casi como lo tenemos nosotros, aunque nunca me hayas devuelto un beso ni una mirada. Me dieron envidia tus padres, con su amor de película, tan lejano a todo lo que tenía yo, y sin embargo tan próximo.
Ellos también han sufrido su parte. Cuando te sobrevino la enfermedad lucharon por ti otra vez, como cuando eras pequeña, porque los padres lo son para toda la vida. Los tuyos han sido la mano que te vigilaba, que te daba de comer y te acariciaba. Una mano fuerte y débil. La mano que cura. La mano que ha tirado de ti, y también de mí, de mi agonía -diles que lo siento, diles que me perdonen-. También están presos, como tú y como yo, cautivos el uno del otro porque es lo único que tienen. Pero se tienen.

Te he besado algunas veces; cuando nos dejan solos mientras te trato y nadie nos ve. Son solamente meros roces de los labios, más propios de un niño pequeño que de un adulto entrado en los cuarenta. Cualquiera que me oyese diría que estoy loco y yo no podría esgrimir ningún argumento razonable para que cambiase de opinión. Me diría que lo que cuento es increíble, que estas cosas no suceden. Y yo le daría la razón, porque cuando estoy sin ti pienso que esto es un sueño, que no me ocurre a mí, que es a otro. Pero luego te veo atada a esas máquinas y desearía seguir soñando, porque en mis sueños pronuncias mi nombre, y me miras, y vienes a mi cama, y me acaricias el pelo y... sí, estoy loco. Pero me dueles.

Hace dos meses estuvimos celebrando tu cumpleaños. Tu veinte cumpleaños otra vez. Porque es ahí donde te paraste mientras los demás íbamos envejeciendo a un ritmo doble. Sigues con el mismo brillo en la mirada, con la piel igual de tersa y el cuerpo igual de castigado, con el nombre desgastado. Tú, en esa edad mágica con la que te conocí, como si la vida se hubiese detenido en ese instante y lo demás no importase -y lo demás no importa-. Y los demás rehaciendo nuestras vidas a tu alrededor, girando en torno a ti como satélites.
Te regalé una edición de El Principito; uno de los veinte manuscritos originales del autor. Lo encontré hace años en una librería de antigüedades en Valencia y me hizo mucha ilusión. Tenía los dibujos que el propio Saint-Exupéry había hecho a pluma unos cincuenta años antes. Por aquel entonces tú aún no respondías a los estímulos. Cuando volví de aquel viaje comencé a leértelo, un capítulo cada día, como hicieron conmigo en el colegio. Nunca tuviste tanta mejoría como en los tres meses que duró la lectura. Cuando apareció el zorro se te iluminaron los ojos, y parecía que estabas a punto de ponerte a hablar. Y al final, cuando llegó la serpiente para devolver al principito a su planeta, lloraste como cualquier niño en el colegio. Sólo fueron dos lágrimas, es cierto, pero lo cambiaron todo. Era la primera vez que te veía llorar, con el ojo empañado y dificultades para respirar -te salvó el respirador, como siempre-. También fue la última; después vinieron otros muchos libros, pero ninguno te cautivó tanto como aquél. A veces te releía algunos capítulos, sobre todo el del zorro -tú ya habías conseguido domesticarme-. El que nunca volví a leerte fue el de la serpiente. Tenía miedo de que tú también hubieses dejado una flor en algún sitio y quisieses volver para cuidarla. Después de tus lágrimas, el libro era tuyo por derecho, así que le puse una dedicatoria y te lo regalé.

Ayer me llamó tu madre. Quería verme a solas, dijo que tenía algo que comentarme. Era la primera vez que llamaba a casa desde que nos conocíamos. Estuvimos en un café en el centro de la ciudad. Empezó a contarme cosas de cuando eras pequeña, lo mucho que te gustaba fantasear e inventar historias, lo diferente que eras del resto de niñas... También me contó el susto que te llevaste cuando jugando con un enchufe dejaste sin luz a toda tu calle. Me dijo cuales eran tus dibujos animados favoritos, tus manías y tus miedos. Me habló de los chicos de tu vida, del primero, del que te rompió el corazón en segundo de BUP. , de tu amor platónico. Me contó todas aquellas pequeñas cosas -que nos dejó un tiempo de rosas, en un rincón, en un papel, o en un cajón- que sólo conocen las personas con las que accedemos a compartir nuestra vida. Esas singularidades que nos hacen ser como somos.
Tu madre me hizo reír, aunque ahora llore al recordarlo. Luego, cuando los dos nos estábamos riendo ella paró un momento y me preguntó si te quería. Hice una pausa. Asentí. No me preguntó nada más. Empezó a hablar otra vez, sobre ella misma, sobre lo cansada que estaba, lo que le había costado levantarse cada mañana durante los últimos once años. Me dijo que se estaba volviendo loca, que ya no podía más. Que tu no-vida estaba acabando con la suya. Ella y tu padre lo habían estado hablando desde hacía varios meses y estaban de acuerdo. La primera vez que pronunció la palabra eutanasia me debí de quedar blanco. Creo que se me paró el corazón durante unos segundos. Nunca hubiese podido imaginarlo. Jamás lo había pensado. Me pidió una opinión profesional -¿profesional de qué?, ¿de la vida?, ¿de la muerte?- sobre las posibilidades que tendrías de salir adelante si se te desconectase el respirador. Se la di: no aguantarías más de diez minutos sin estar conectada a esa máquina, tus pulmones han perdido el hábito de respirar y el funcionamiento autónomo de tus núcleos respiratorios es tan deficiente que no te garantizaría el oxígeno que necesitas para vivir. Me miró con ojos de madre, sin verme; me dijo que eso ya lo sabía, que era lo mismo que le habían dicho los neumólogos y los neurólogos con los que había estado hablando.
Nos quedamos los dos en silencio, apurando los últimos restos de nuestros cafés. Ella volvió a hablar de la eutanasia, de lo muy duro que había resultado para ellos tomar esa decisión, pero que ahora ya estaban dispuestos a cualquier cosa. Sólo faltaba mi palabra.
- Si fuese tu mujer, ¿qué decisión tomarías?

Sólo hubo un relámpago amarillo cerca de su tobillo. Quedó inmóvil un instante. No gritó. Cayó suavemente como cae un árbol. Ni ruido hizo, al caer en la arena.

Tú, como el principito, tampoco harías ruido al caer, no gritarías. No sé que harías. Tampoco yo, por eso empecé a escribir esta carta, porque no sé que es lo que haría. Tus padres me han dejado la responsabilidad a mí; si estoy de acuerdo con ellos, te llevarán a casa y tu padre desconectará el respirador. Si digo que no, seguiremos como hasta ahora, esperando un milagro cada vez menos posible.
Esa es la razón de esta carta sin pies ni cabeza. No escribo para contarte nada, más bien lo he hecho con la esperanza de ganar tiempo y que mientras iba escribiendo se me aclarasen las ideas. Ahora, con los recuerdos frescos, estoy más confuso que al principio. Sé perfectamente -eso me lo enseñaron- que en este tipo de casos la probabilidad de que consigas salir del estado de coma y lleves una vida adaptada es, a estas alturas, de una entre cien millones. De lo que también estoy seguro es que las probabilidades me importan nada, porque tú no eres un caso entre cien millones: tú eres Isaura, mi principesa, con tus veinte años todavía y para siempre, con tus dos lágrimas por el principio y la serpiente, con tus manos que aprietan las mías, con tu cerebro despierto y ausente, con tu mirada brillante...
Daría todo lo que no tengo por no tener que tomar esta decisión; hubiese preferido que tus padres no me preguntaran, o llegar una mañana al hospital -una mañana de lluvia, gris, ideal para cualquier tipo de desgracia- y no encontrarte. No puedo evitar pensar que, tome la decisión que tome, voy a equivocarme. Llevo aconsejando a familiares de enfermos toda mi vida, pero ni estoy preparado ni me sirve para nada. Por eso rezo: ayúdame, Isaura, ayúdame porque ahora es cuando más te necesito.

Siempre tuyo


P.D:  Cuando regó por última vez su flor, disponiéndose a protegerla debajo de la campana, el principito se dio cuenta de que sentía ganas de llorar.
-Adiós -dijo a la flor.
Pero la flor no contestó.
-Adiós -insistió.
La flor tosió, pero no precisamente porque estuviese resfriada.
-He sido una majadera- le dijo ella, por fin-. Te pido perdón. Que seas feliz.
Quedó sorprendido porque ella no le reprochara nada. Quedó desconcertado, con la campana en la mano. No comprendía aquella suave dulzura.
-Sí, te quiero -le dijo la flor-. Por mi culpa no has aprendido nada. No tiene importancia. Pero tú has sido tan estúpido como yo. Trata de ser feliz... Ya no quiero la campana.
-Pero el viento...
-No estoy tan resfriada como para que... El aire fresco de la noche me hará bien. Soy una flor.
[...]
Después añadió:
-No esperes más, es doloroso... Si has decidido partir, vete.
No quería que la viese llorar...



No hay comentarios:

Publicar un comentario