lunes, 25 de agosto de 2014

Vacaciones

Hoy no me apetece hablar de fisioterapia. Hoy estoy de vacaciones, así que hablaré de eso. De las vacaciones que fueron, de las que son, de las que serán. Como si Dickens hubiese decidido mandarme sus fantasmas para un cuento de verano.

El fantasma de mis vacaciones pasadas tiene un color, el verde. Y un olor, el que emana del cuerpo de los animales durmiendo en un pajar. Creo que todas mis vacaciones, o al menos todas las que recuerdo, tienen como epicentro una aldea perdida en el corazón de Galicia. Aldea suena incluso pretencioso. Más bien ocho casas mal dispuestas y mucho bosque alrededor. En el centro de ese epicentro la casa de mi abuelo, un pajar, que por allí se llama palleira, y vacas, cerdos, gallinas, perros... Me recuerdo siempre mirando los ojos de las vacas, esos ojos grandes y limpios, ¿cómo nos verán ellas? Pero mis vacaciones no solo eran vacas. Lo mejor de aquellas vacaciones, lo que hace que pertenezcan para siempre al terreno dorado de la infancia es la presencia de la familia alrededor, madre, padre, hermanas. Abuelos míticos y vivos. Bisabuelos mitológicos y muertos, tíos, primos, gente de paso... no siempre bien avenidos, pero siempre juntos, alrededor de una baraja de cartas, de un horno de cocina en una tarde de lluvia (sí, en Galicia a veces llueve), comiendo pulpo o churrasco, sacando patatas o maíz, según tocase. Viajando todos juntos encima de un carro de hierba recién cortada... no sé como eran las vacaciones de los demás niños. Las mías fueron perfectas. Mil gracias a los que las hicisteis posibles.

Luego crecí. Y quién sabe si por esa parte de sangre del noroeste que llevo en las venas me hice emigrante. Y como buen emigrante seguí religiosamente respetando esa cita. Todos los años, el verano me encontraba puntual en Berres (sí, la aldea tenía incluso un nombre). Como si ese viaje me devolviese momentaneamente a la infancia. Ya no estaban mis abuelos. Algunos primos no aparecían por allí. Mi padre dejó de viajar para siempre hace unos años. Ya no quedaban vacas, ni perros ni gallinas. Pero algo me seguía llevando en aquellos campos a mi infancia.

Este año no. Este año, por vez primera mis vacaciones no pasan por Galicia. Y sin embargo tienen un olor inconfundible. Más reciente, más rico, más fresco. Mientras escribo estas líneas en La Vera (y que nostalgia de alguna tarde de lluvia o de un poco de niebla, carallo) Elisa duerme con su madre. Mis vacaciones de este año huelen a su leche, a su piel sudada. Tienen el sonido de sus llantos, de sus primeras vocalizaciones. Serán, por diferentes, únicas. Nunca tan poco me importó el qué hacer, el dónde ir, o el qué ver. En este momento todo lo llena su presencia.

¿Y mis vacaciones futuras? No sé ni dónde ni cómo. Durante tiempo pensé que era el sitio lo que hacía maravillosas mis vacaciones, luego, a medida que el sitio permaneció inmutable y fueron faltando los actores me di cuenta que eran las personas que la poblaban las que hacían de aquella casa un sitio mágico. Me gustaría que todas mis próximas vacaciones fuesen para Elisa ese lugar mítico y mágico al que volver cuando de mayor se sienta un poco perdida. Cuando la adulta que será tenga morriña de la niña que todavía no es. Será mi manera de seguir agradeciendo las vacaciones que yo tuve... 

Gracias y buena lectura.

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