miércoles, 30 de julio de 2014

Importando conocimientos. Comunicación y emociones.


"La fisioterapia es el arte y ciencia..." Muchos fisioterapeutas nos hemos formado escuchando estas palabras (OMS, 1968) desde las primeras lecciones. Gracias al trabajo y al empeño de algunos compañeros, la primera parte de esta definición es nuestro pasado, mientras que la segunda marca claramente nuestro presente y nuestro futuro.
En la búsqueda constante para mejorar la calidad de nuestros tratamientos (una de las motivaciones que impulsan la investigación científica), buena parte del viaje ha tenido como motor la terapia manual, que ha presentado estudios con un rigor científico cada vez mayor, rigor que se ha contagiado en los últimos años a la electroterapia, con estudios  sobre técnicas cuyos nombres o marcas pueden resultar nuevos, pero cuyas bases físicas y fisiológicas nos han acompañado siempre. Toda la evidencia científica recogida en este tiempo nos ha permitido conseguir resultados mejores, en menos tiempo, y más duraderos. A pesar de ello, en algunas ocasiones, nuestros tratamientos no obtienen los efectos esperados. El enfoque biopsicosocial de la salud (Engel, 1977) nos ofrece una perspectiva diferente, más amplia, que nos ayuda para seguir mejorando, apoyándonos en campos tan dispares como la teoría de la comunicación o la psicología de la emoción. Campos que quizás nos puedan parecer lejanos de nuestro marco conceptual, pero que, por poner un ejemplo, no lo son más que la arquitectura, de la cual hemos tomado prestado el concepto de tensegridad.

Resulta habitual, en la formación pre y post grado del fisioterapeuta, incidir en la necesidad de una buena entrevista clínica que nos permita recoger la mayor cantidad de información sobre la situación del paciente, sin embargo, no resulta tan habitual recordar al profesional que la comunicación verbal, en la que basamos ese proceso, representa entre el 7% y el 40% (Mehrabian, 1967; Davis, 2005) de todo el intercambio. Esa cantidad de datos perdidos se convierte en un sesgo que tendrá consecuencias en nuestro tratamiento. Dentro de ese contexto, la escucha activa, prestando atención no solamente a lo que se nos dice sino a la manera de decirlo, a la gestualidad asociada y a los silencios de la conversación, puede convertirse entonces en una técnica de recogida de datos que completará la valoración articular, muscular y funcional.



Otra ciencia que ha experimentado un gran crecimiento en los últimos años (y el programa divulgativo Redes es un buen ejemplo de ello) es la psicología de las emociones. Los estudios de neurólogos como Damasio han permitido conocer cada vez mejor el funcionamiento de la amígdala en las reacciones emocionales. La visita que una persona con dolor o limitación funcional realiza a un profesional sanitario tiene probablemente un carácter emocional más intenso para el paciente de lo que pueda tener llevar el coche al taller o reparar un disco duro. En este contexto emocional, saber reconocer las señales de alarma, validar al paciente en sus miedos y compartir sus objetivos pueden ser nuevas herramientas que inclinen el resultado del tratamiento hacia aquello que paciente y fisioterapeuta esperan. Uno de los libros que más influencia ha tenido en la evolución de la fisioterapia en los últimos años, Explicando el dolor (Butler, 2003) es un buen ejemplo de la importancia de los avances en este sentido.


La lista de disciplinas científicas de las que la fisioterapia puede y debe nutrirse sería mucho más extensa. Nuestra responsabilidad como profesionales de la salud es la de ofrecer un verdadero tratamiento global, y no sólo estructural o funcional, a nuestro paciente.  Y como exponentes de una salud basada en el conocimiento científico ese tratamiento debe basarse en ciencia y no en otros conocimientos. La frase "eso no se aprende en ningún sitio, se va desarrollando con el tiempo" refiriéndose a estas habilidades, se ha repetido tantas veces que podría pasar por cierta, pero resulta tan errónea como la afirmación de que para aprender a realizar movilizaciones con movimiento o punción seca bastará con dejar pasar el tiempo y estos conocimientos se instaurarán por ósmosis en nuestro intelecto. Eso suena a magia, y va siendo hora de dejar el arte, otra vez, atrás.

Gracias y buena lectura.

Artículo publicado previamente en www.instema.net
Imagen por CleftClips bajo licencia Creative Commons

viernes, 25 de julio de 2014

La Costa Concordia y la gestión del riesgo clínico.

Mientras escribo esta entrada la Costa Concordia sigue navegando hacia el puerto de Génova. Me sirve la Costa Concordia para hablar de lo que quiero hablar hoy, pero podría hablar de la curva de Angrois, del Prestige, del vuelo de Spanair, o del avión que ha caído hoy en Mali... quizás simplemente hablo de la Costa Concordia porque conocí a algunos de los hombres que la hicieron y es a la vez suficientemente lejana para nosotros como para que no nos afecte en primera persona. 

Cuando se piensa en la Costa Concordia, y sobre todo si uno vivía en Italia en aquel momento como me pasaba a mí, viene a la cabeza el comandante Francesco Schettino... y asociado a su nombre llega hasta la boca un calificativo que es a la vez una sentencia. Culpable. No. No voy a defender su inocencia ni a criticar su culpabilidad, de eso ya se encargan los jueces, y como suele pasar, antes de ellos, los periodistas y la opinión pública. No, yo quiero hablar de algo más pequeño. De algo infinitamente más pequeño y que sin embargo sucede en nuestros trabajos todos los días. Alguna vez. Varias veces. Muchas veces. Los errores. Los errores mudos, que no salen en los informes. O los errores que no llegan a causar problemas simplemente por una cuestión de suerte.

Quizás sea porque confundimos error con culpa. Quizás sea porque desde pequeños, ante un error, lo que la sociedad nos enseña es a barruntar un "no he sido yo" cuando en el fondo sabemos, como se dice ahora, que la hemos liado parda. El caso es que parece que no existen los errores. O que son mucho más raros de lo que verdad son. O mejor aún, que existen y no valen para nada. Cuando precisamente, si algo sirve en esta vida son los errores. Pero para eso hay que cometerlos. Asumirlos. Compartirlos. Aprender de ellos. Y eso nos cuesta.

Una de las fisioterapeutas que más aprecio realizó un maravilloso trabajo de fin de grado sobre los errores clínicos en fisioterapia. Tuve la suerte de leerlo y comentarlo con ella muchas veces. Probablemente (y a pesar de que esta semana se empeñe en llevarnos la contraria) la aviación es el campo técnico donde los errores están más controlados. La gestión del riesgo (el Risk Management para esos a los que le molan los palabros ingleses, que así parece más importante) en aviación demuestra que el error no es nunca producto de un simple acontecimiento, sino de una cadena de sucesos. Eso hace que cuando existe un "incidente adverso" no exista un culpable (no hablo de culpable en términos jurídicos) sino muchos responsables. Volviendo a la Costa Concordia, la responsabilidad no cae solamente en el capitán, sino también en el segundo que le autoriza a hacer una maniobra prohibida, en todos aquellos que durante años han permitido que esa maniobra prohibida se hiciese sin decir nada, en aquellos que han permitido que al frente de aquel barco hubiese gente que hacía maniobras prohibidas...

En fisioterapia (e imagino en otras profesiones) pasa un poco lo mismo. Las cosas se hacen mal, o por decirlo con un eufemismo, no del mejor modo posible. Y a veces, la mayoría, no sucede nada. Y otras (pocas por suerte para nosotros) a algún paciente le toca la china y se lleva una quemadura, una caída,  un retraso en su recuperación, un aumento de su patología, o algo peor. Entonces nos miramos y ponemos cara de "qué ha pasado aquí", nos apenamos mucho y al final no cambia nada y simplemente esperamos que "eso" no vuelva a pasar. Pensamos al error como un solo acontecimiento sin darnos cuenta de que el error es toda la cadena que ha permitido que eso pase.

Pues la gestión del riesgo no es eso. La gestión del riesgo es tomar nota (y no siempre lo hacemos) de aquello que no ha funcionado. Tomar nota de aquellas cosas en las que aunque no haya sucedido ningún evento adverso hubiese podido suceder (y si lo otro no siempre lo hacemos, esto ya es irreal). Tomar nota de todo (porque no sabemos a priori dónde surgirá el error). Y a partir de ahí, establecer una cadena de responsabilidades. Identificar dónde residen los puntos débiles del sistema. Hacer modificaciones. Asumir los errores. Comentarlos con otros. Corregirlos. Pero para eso hay que tener voluntad de asumir que nos equivocamos. Asumir, y dejar por escrito, las cosas que hacemos mal (o que podríamos hacer mejor). Y que sean otros los que las valoren. Sin ánimo de juzgar. Simplemente con el espíritu de que todos mejoremos nuestro trabajo. Pero claro, a ver quien tiene el valor de publicar un tuit diciendo "lo he hecho mal", cuando lo que mola es publicar uno diciendo "lo he hecho bien". Pues señores, se aprende de los dos. Y los necesitamos. A lo mejor no tenemos que descubrir nada nuevo para ser mejores. Simplemente hacer mejor lo que creemos que hacemos bien.

Gracias y buena lectura.

viernes, 18 de julio de 2014

Chillida. Fosbury. Viajar.

            Hace un par de meses tuve el honor de ser invitado para hablar delante de los estudiantes de último año de grado de la Universidad Europea de Madrid. Viendo como está el patio laboral por aquí y conociendo mi experiencia más allá de las fronteras patrias mi charla versó sobre una de las cosas que mejor se hacer y que más útil les podía resultar: los viajes. Como dije allí, un viaje no es solamente el acto de ir de un sitio a otro, sino que el verdadero viaje, el viaje que nos mueve constantemente es una actitud ante la vida. Como decía la frase de Anibal en la publicidad de Johnny Walker "Encontraremos un camino. Y si no, lo haremos". (Por cierto, que bien queda el inglés... porque no creo que nadie comprase un botella  de un whisky llamado Juan Andarín).

            Reproducir en el formato de un post una charla informal es imposible, pero quiero aprovechar para compartir un par de detalles sobre esa actitud ante los viajes. Un par de anécdotas de dos hombres que nunca pasarán a la historia como grandes viajeros. Y que sin embargo lo fueron.

            Cualquiera que haya dado una vuelta por San Sebastian, o por A Coruña, o por Gijón, o por otras ciudades españolas, habrá visto sus obras. Eduardo Chillida es probablemente uno de los escultores más importantes que ha tenido España en el siglo XX. Chillida abandonó sus estudios en la Escuela de Arquitectura para dedicarse a la escultura, y ese fue el primer viaje que nos enseñó. La necesidad que a veces nos obliga a abandonar un camino para poder transitar otro. Quizás algunos ya sabían esto. Lo que muchas menos personas saben es que antes de abandonar la Escuela de Arquitectura uno de sus profesores, viendo la facilidad con la que dibujaba con su mano derecha, casi sin esfuerzo, le invitó a intentar hacer sus dibujos con la mano izquierda. Chillida cuenta en alguna de sus entrevistas, que de esa manera, teniendo que prestar una nueva y mayor atención a lo que antes le salía natural, obligaba a su cerebro a buscar nuevas respuestas, a pensar, a cambiar el punto de vista. Que gran metáfora del viaje. Seguir haciendo aquello que hacemos bien, aquello que no nos resulta difícil, es cómodo y quizás podamos confundirlo con nuestro éxito. Pero para crecer, para evolucionar, nos hace falta salir de ese espacio de seguridad. Asomarnos a nuestros propios límites. Y dejar que el cerebro haga el resto. Como cuando dejó la arquitectura, demostró que viajar es ser capaz de abandonar.


            A Dick Fosbury lo hemos visto hace poco en televisión haciendo anuncios. No, no pasará a la historia por eso. Ganó una medalla olímpica. Y aunque eso es mucho más difícil tampoco será por eso por lo que se le recuerde (y al que crea que sí le reto... ¿quién gano la medalla olímpica de salto de altura en los juegos de Atenas 2004?). Lo que hará que Fosbury sea recordado durante mucho tiempo es que cambió la manera de saltar. Viendo ahora las imágenes parece impensable saltar de otra manera. Pero si es impensable es por que él se atrevió primero (y porque además de hacerlo, venció... la victoria siempre es una buena ayuda para cambiar las cosas).

            Fosbury no era un atleta magnífico (de hecho nunca consiguió hacer el record del mundo con su propia técnica) pero seguramente era un magnífico inconformista. Llegó hasta su límite haciendo aquello que se había siempre hecho, y viendo que aquel límite le quedaba estrecho intentó buscar una nueva manera de hacer las cosas. Y la encontró. Más eficaz. Más eficiente. Y más bonita. Con su salto Fosbury nos regaló otro tipo de viaje. Un viaje más allá del pensamiento único, más allá del "se hace así porque siempre se ha hecho así y porque todos lo hacen así". Nos enseñó que si se hace así es porque a lo mejor a nadie se le ha ocurrido hacerlo de otra forma. Viajar es experimentar.

            Ojala esos chicos que acababan la carrera ese día sean capaces de viajar como lo hicieron Chillida y Fosbury. Experimentando y abandonando. Abandonando y creciendo.  Ojala todos seamos capaces de seguir viajando como lo hicieron ellos.


            Muchas gracias y buena lectura.

lunes, 14 de julio de 2014

Lo que la fisioterapia NO ES...

        Ahora, que es verano, alguno de vosotros se estará preparando para afrontar el último año del grado. Otros estaréis simplemente deseando que llegue septiembre para empezar, o continuar, esa carrera en la que habéis puesto tantas expectativas. Alguno se acabará de incorporar al grupo de graduados. Y muchos, la mayoría, contamos con el verano como ese momento en el que digerir y procesar todo lo que hemos vivido a lo largo del año. Para todos, pero sobre todo para los que se están acercando a la fisioterapia por primera vez, va dedicado este post.

        La fisioterapia no es dar masajes. Un clásico. Lo comparto. Lo preciso. La fisioterapia no es SOLO dar masajes. Es dar masajes cuando el masaje entra dentro de las técnicas que consideramos adecuadas en ese momento y con esa persona. Es dar masajes cuando hay un porqué que lo justifica. Es dar masajes como es hacer estiramientos, como es poner vendajes, como es enseñar un ejercicio. Que no os moleste quien os diga que hacéis masajes. Tiene razón. Los hacemos. Y muy bien. Y sabemos por qué los hacemos.

        La fisioterapia no es una ciencia exacta. No busquéis en ella un libro gordo de recetas donde ponga que siempre que os encontráis un caso A es necesario recorrer este o aquel camino para llegar a B. Desconfiad de quien os ofrezca esos "métodos infalibles" porque lo hacen prostituyendo el nombre de la fisioterapia. Pero no olvidéis nunca que la fisioterapia ES UNA CIENCIA (mal que le pese a algunos, mal que lo lleven otros). Una ciencia que os ayudará a encontrar, a buscar, a crear vuestros caminos para ir desde A hasta donde os haga falta llegar. Si queréis dedicaros al arte, comprad una guitarra.

         La fisioterapia no es una misión, ni una pasión. Es una ciencia, una profesión, un trabajo. Desprovista de mística y de misterio es cierto, pero también desprovista de creencias o de opiniones interesadas. No hacemos milagros. Hacemos un trabajo que quien no entiende a veces califica como milagro. Y como cualquier otra profesión, su ejercicio no debe ser el centro de vuestras vidas. Hay vida más allá de la fisioterapia... no es necesario dedicarle veinticuatro horas al día para ser un óptimo fisioterapeuta. No es necesario que sea vuestra única pasión. Lo que de verdad necesita es que pongáis toda vuestra pasión en las horas que decidáis dedicarle.

          La fisioterapia no cura a nadie. Brutal afirmación. La eterna diferencia entre el "to cure" y el "to care". Ayudamos a los procesos de salud del cuerpo. Ayudamos a que la gente SE CURE. Y ese cambio de sujeto no es casual y está cargado de significado. Ahora lo llaman "empoderar al paciente". En fisioterapia lo hemos sabido siempre (aunque a algunos, volendo o nolendo, a veces lo han olvidado).

         La fisioterapia no trata con pacientes. Trata con PERSONAS. Trata con personas que a veces son pacientes, y otras muchas no. Trata con personas que tienen dolor, que están cansados, que están enfadados, que han perdido la energía y a veces hasta la ilusión. Trata con personas que quizás no están en el mejor momento de su día, ni de su mes. Personas que requieren que la paciencia la tengamos nosotros. Un día. Otro día. Un mes. Muchos meses. Parafraseando a Bertolt Bretch no se trata de ser imprescindibles, basta con ser buenos. Si no entiendes profundamente al ser humano que tienes delante, difícil será que le ayudes a curarse.

       La fisioterapia no es el mejor trabajo del mundo. Es uno más. No es un modo para hacerse rico. Es una manera de ganarse la vida. Pero a mí, quince años después de haber acabado la carrera, me sigue gustando ganarme la vida con ella.

      Gracias y buena lectura.

Pd: "Hay hombres que luchan un día, y son buenos.
Hay hombres que luchan un año y son mejores.
Hay hombres que luchan muchos años, y son muy buenos.
Pero hay hombres que luchan toda la vida, esos son los imprescindibles."
Bertolt Bretch

sábado, 12 de julio de 2014

Tener un libro. Escribir en un árbol. Plantar un hijo.


            "Aquí el más tonto hace relojes".  Esta era una frase que repetía constantemente uno de los entrenadores que tuve cuando me dedicaba al noble ejercicio de perseguir y patear una pelotita en pantalón corto. La verdad es que nunca llegué a entender bien la frase (el deporte tampoco, me pasaba más tiempo en el banquillo que jugando) pero a base de escucharla y escucharla se me quedó grabada. Y hoy, pensando en lo que iba a escribir para este post me ha venido a la mente.

            Soy padre. O para ser más exactos, estoy en el proceso de aprender a serlo. Porque lo de la paternidad es uno de esos aspectos de la vida en los que te dan un título sin hacerte ningún examen, y luego ahí te las apañes tú para aprender lo que eso significa y lo que tienes que hacer. Eso sí, no os preocupéis si no lo tenéis claro, porque si hay algo que ya he aprendido es que tienes más libros sobre la paternidad/maternidad de los que te va a dar tiempo a leer a lo largo del embarazo.  Como decía al principio, aquí el más tonto hace relojes, y entre reloj y reloj escribe libros sobre como cuidar a los niños.

            Creo que existen frases malinterpretadas. La de "Plantar un árbol. Tener un hijo. Escribir un libro" es una de ellas. Mucha gente la entiende por "plántate en un árbol y escribe un libro sobre tener un hijo". Claro, así nos va. Hasta hace dos meses yo pensé que el argumento sobre el que más opinaba la gente era sobre deporte y sobre el tiempo, como si todo el mundo fuese meteorólogo y seleccionador nacional. Ahora ya se que no. Lo que tiene todo el mundo es un Master en Pedagogía, Pediatría y Puericultura. En el momento en el que tienes un hijo te das cuenta de que lo de la fisioterapia no es intrusismo... Es más fácil encontrar un libro sobre bebes en una librería que un artículo de Fernández de las Peñas en una búsqueda bibliográfica... A lo mejor incluso tiene ya algún artículo sobre los bebes... 

            Imagínate que vas por la calle con un vendaje en la mano y la gente se te acercase a preguntarte como estás. Eso es lo que pasa cuando vas con un niño pequeño en brazos. Y hasta ahí no me quejo, el problema viene cuando todo el mundo empieza a opinar sobre lo que deberías hacer: mejor llevarlo en un carrito, mejor llevarlo en un foulard, mejor llevarlo en brazos, no, no lo llevéis en brazos, ¿le dais el pecho? mejor el pecho a demanda, mejor dejarle que llore antes de darle el pecho, mejor preparar un biberón, ¿es niño o niña?, mejor hacerle agujeros que ahora le duele menos... en fin, que si intentas hacer todo lo que te cuentan y todo lo que está escrito, te hace falta tener tres o cuatro niños a la vez para hacer un estudio con casos y controles de lo que va bien y de lo que va menos bien...

            Pero claro, el problema es que cada niño es de su padre y de su madre.... (bueno, de su madre y de aquel que lo reconozca en el registro como padre,  que lo de la burocracia me tiene contento también) y no hay dos niños iguales, así que lo que mejor va para uno, a lo mejor no va para otro. Resumiendo, que puedes ir haciendo es LO QUE QUIERAS. Total, los demás no van a estar de acuerdo contigo. Y en algún momento de su vida tu hijo/hija pensará que lo podías haber hecho mejor... Así que me niego a escribir un libro, ni a dar consejos, simplemente voy a seguir mirando y disfrutando de todas las cosas que Elisa haga o deje de hacer... y confío en que dentro de muchos años, un día pueda decirme que no lo hice mal del todo, sin libro de por medio.

Un abrazo y buena lectura.

miércoles, 9 de julio de 2014

CAUTIVOS (Isaura)

 Y de golpe, así, sin avisar, hoy, un cuento... Espero que os guste...


El principito fue a ver las rosas:
-Sois hermosas, pero estáis vacías -insistió-. No se puede morir por vosotras. Seguro que un viandante cualquiera os creería igual a mi rosa, pero ella es más importante que todas vosotras, porque yo la he regado, porque la protegí contra el frío con mi campana, porque la resguardé contra el viento con el biombo, porque le maté los gusanos (excepto dos o tres para las mariposas). Porque he escuchado sus lamentos y a veces cómo se envanecía y hasta cómo se callaba. Porque es mi rosa.

A. de Saint-Exupéry: -El principito-


Cuando te conocí tenías veinte años. Veinte primaveras: abriles que se me clavaron en el pecho como puñales, hirientes e inmisericordes, desgarradores como sólo puede serlo la juventud cuando está a punto de explotar.
Me destrozaron tus veinte años. Y no fue por mis treinta y algunos, que quedaban lejos, es cierto, pero que no hubiesen sido problema. Tampoco fue por mi matrimonio, que después de cinco años me importaba ya un carajo. No me destrozaste por nada y me destrozaste del todo. Tus veinte años arrebatados, cautivos, inocentes... y además injustos. Injustos para los dos, sobre todo para ti, que te habían robado la mejor época de tu vida cuando aún no la habías disfrutado. Y también para mí, que me quitaban la mejor época de tu vida precisamente cuando tuve la posibilidad de que fuese mía. ¡Cuánto odié tus veinte años!
La primera vez que te vi estabas mirando por la ventana. Era abril, nueve de abril. Abrilaguasmil llovía a mares, que parecía que se acababa de romper el cielo y que no iba a dejar de caer agua nunca. Era un día gris, con todos los significados de la palabra; un día perfecto para cualquier tipo de tragedia, incluso la de conocernos. Tú mirabas por los cristales sin ver como el universo entero se caía encima nuestro. No te importaba.
Recuerdo que tenías un gesto dulce, la misma sonrisa de tranquilidad absoluta que se ha mantenido en tus labios todo este tiempo, a cualquier hora, -salvo cuando te lo he hecho pasar mal, o sea, a menudo-. Sólo Dios sabe lo bella que me pareciste aquel día. Tu belleza doliente y dolida, que resultaba por momentos distante, y casi siempre inaccesible.
Recuerdo que si aguanto un poco más allí, me hubiese vuelto loco de tanto mirarte y de tanto quererte. Porque justo ese día me enamoré de ti por vez primera, con tus veinte años a cuestas, tu imposible belleza, tu mirada perdida, la sonrisa bosquejada y giocondina, la piel pálida de desierto, y tu nombre cómo recién sacado de una novela sudamericana: Isaura. Lo puse en mis labios y lo repetí en todo tiempo, como un hechizo. Isaura-buenos-días-mi-niña, ¿qué tal noche pasaste?, por las mañanas. Isaura-mi-amor, duerme bien, nos vemos mañana, todas las tardes antes de despedirme. Isaura, Isaura, no tardes mi vida, ven pronto Isaura, todas mis noches cuando no eran tuyas...
Recuerdo, en fin, que me enamoré de ti por todas esas razones a la vez y por ninguna de ellas, que es como se enamora de verdad uno, cuando uno, de verdad, se enamora. Y fue sin antídoto, sin remedio, para siempre, y lo que sucede una vez sucede eternamente. Por eso seguiré enamorándome de ninguna de esas cosas cada vez que te vea -o que no te vea-. Seguiré amándote por todo lo que no me das. Encontrarte fue lo mejor que ha pasado en mi vida. No te cambiaría por nada. Pero ojalá no te hubiese conocido nunca.

Han pasado once años y sigo sin poder olvidar aquel día; es más, a medida que transcurre el tiempo recuerdo más y más cosas que ocurrieron en las horas previas. Como por ejemplo que aquel sábado no le correspondía a mi turno, y sin embargo acabé trabajando; o que además fui el único de todos mis compañeros que no paré a media mañana para ir a una conferencia en el salón de actos del hospital. Siempre que pienso en esa mañana descubro algo nuevo, cualquier detalle, que me recuerda que tuve cientos de oportunidades para no conocerte, y que sin embargo en cada decisión tomé siempre la que me acercaba a ti. No creo en el destino, pero eso no debe bastar; al destino le da igual lo que se piense de él. Lo que tiene que ocurrir, lo que es tuyo y te corresponde, no te preocupes: estará para ti justo cuando estés preparado para recibirlo. La frase es de mi abuelo. Es casi una filosofía de vida, de la mía. Pero yo no estaba preparado cuando tú me ocurriste. Ni tampoco lo estoy ahora y sin embargo vuelves a atropellarme. Esa es tu manera de hacer las cosas, llevándote por delante todo lo que te rodea. También a mí. A mí el primero.
Hubo en esa mañana una decisión, un momento, que estuvo a punto de salvarme. Los ascensores estaban estropeados y tardaban media eternidad -o algo más, depende de la prisa que cada cual tuviera- en acudir a las llamadas. Yo, con mucha prisa no sé porqué, me planteé que si el ascensor no aparecía en un minuto me iría a la conferencia, y a la paciente de la 802 que la hiciese otro. Cuando ya me puse a andar se abrieron las puertas. Di media vuelta, entré, y eso lo cambió todo.

En las ocho plantas que nos separaban repasé lo que sabía de ti. Mujer. Veinte años. Síndrome de cautiverio de aparición súbita hacía dos o tres semanas. Causa desconocida. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Como de golpe recordé lo que significaban aquellas palabras: enterarse de lo que ocurre alrededor, escuchar y ver lo que sucede delante de tus ojos, oler y sentirlo todo. Y no poder hacer nada, no mirar, no llorar, no reír... La agonía de la vigilia perpetua. Antes de eso preferiría morirme, pensé en el ascensor. Deberías haberte muerto entonces.
Eso era lo que tu ficha decía. El resto eran detalles irrelevantes, comentarios del médico de urgencias y de todos los profesionales por los que -como una baraja vieja y marcada con la que nadie quiere jugar- habías ido pasando. De lo que no hablaba el papel -de lo que no habla nunca ninguna historia- era de los ojos, de tus ojos marrones y claros, casi anaranjados, como dos gotas de ámbar. Color de miel, cuando la miel es pura, caliente, dulce, líquida. Tus ojos que enganchan. Tu piel para perderse y morirse uno -de rabia, de gusto o de tristeza- cuando te atrapa. Tus labios mudos y esponjosos que imaginé besar tantas veces sin atreverme en ninguna, o casi... Era lo que me importaba, pero cuando quisieron avisarme ya era demasiado tarde.
Te vi y me olvidé de todo. Mirabas la lluvia cuando a mí se me vino el mundo encima como una tromba. No pude hacer nada. No hubiese sabido qué hacer. Me quedé cautivo también yo: atado a ti por algo que la mayor parte del tiempo resulta ininteligible y siempre inexplicable. Este es mi cautiverio. El escalofrío que me aterraba; de instauración brusca, de evolución inmensurable, de pronóstico incierto y causa ignota. La más terrible de todas las enfermedades.

Esta es la primera vez que te escribo y no sé de qué me va a servir. He hablado contigo once años y nunca pensé en escribirte una carta. Ni siquiera sé porque he empezado esta, ni qué es exactamente lo que voy a decirte. Porque lo que quiero decirte ya lo sabes, desde hace once años, un mes y diecinueve días. Eso si supe hacerlo en la habitación -lo que nadie te enseña no puede ser olvidado-, acercándome a tu cabeza y bisbiseando en tu oreja de recién nacido, como quién formula un conjuro -aunque yo fuese hechizado y no hechicero-. Tú aguantaste mi declaración -no tenías más remedio- impertérrita, con el rostro girado hacia el cristal empañado y los ojos marmóreos y límpidos de una estatua de Fidias.
Al principio siempre era así, ninguna reacción, ningún atisbo de vida que contestase a mis palabras; luego, con la sucesión de los años hemos ido aprendiendo nuestro lenguaje; tú aprendiste a fabricar respuestas, y yo a interpretarlas: un guiño de ojos era un sí, el gruñido que siempre sirve para negar, tu mano intentando apretar la mía cuando decías <yo también>.
Todo lo que me dabas, sin excepción, lo he ido convirtiendo en afirmaciones, cada gesto en una esperanza que se adaptaba a mis necesidades. Los neurólogos dicen que vosotros, los cautivos -curiosa forma de llamaros-, os creáis un mundo a vuestra medida; dicen que como la imaginación y la memoria siguen vivas sois capaces de engendrar todo lo que os falta. Algo así es lo que me ha pasado a mí contigo. Te he ido creando, dibujando, engrandeciendo, adornándote de todos los detalles que se me venían a la cabeza. Llegué a pensar que saldrías adelante. Incluso que me querías. No, quizás tú nunca fuiste de esa manera.
Tan necesitado he llegado a estar de ti, que me dolían tus palabras siempre ausentes. Tan intangibles eran que nunca he conocido el tono real de tu voz, de tal forma que si alguna vez me hubieses llamado, no te habría diferenciado entre mil millones de personas. Aunque lo más extraño es la seguridad absoluta que tengo en que si eso hubiese sucedido, te hubiese reconocido sin dudarlo.
-Adiós -contestó el zorro-. Este es mi secreto: sólo se ve bien con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos... El tiempo que perdiste con tu rosa es lo que la hace tan importante.
Digo -y a ver si lo digo de una vez- que me dolían tus palabras de la misma forma que al amputado lo que le está matando de dolor, la verdadera causa de su agonía, es su pierna derecha, que le duele hoy más que nunca aunque se la cortaron hace casi seis años. No hay nada tan ilógico como el dolor, siempre variable e inexacto, aterrador, incomprensible y omnipresente. Pero a la vez no hay nada más real, ni que defina de forma tan exacta el límite entre la vida y la muerte. El dolor nos vuelve locos y nos humaniza.

Llegaste a mi vida -aunque lo correcto sería decir que apareciste, porque estabas ahí, sin venir de ningún sitio- cuando la estaba terminando de estructurar: por fin había conseguido un trabajo fijo después de años intentándolo, tenía mis planes hechos, cantidad de proyectos de futuro. Hasta un matrimonio que, aunque hacía aguas por doquier, formaba también parte de mi cotidaniedad. Todo eso te lo llevaste por delante, lo arrasaste, le diste mil vueltas hasta convertirlo en inservible. Todo se hizo humo y cenizas bajo tu presencia. Luego vino lo demás. Y lo demás fue dejar mi trabajo, mis planes tan bien definidos como inútiles sin ti, mi matrimonio que se desmoronó casi solo. Dejarlo todo para seguirte, para perseguirte por todos los lugares en los que ibas recalando, en busca de ese hospital maravilloso para internarte, o de ese especialista que tuvo siempre una respuesta para todo -hasta que te conoció y se quedó mudo-. Y aún más, acudiendo a los brujos y curanderos que yo mismo había vilipendiado antes de conocerte. Para eso me sirve toda la ciencia que me enseñaron, para esperar un milagro; para que yo, agnóstico, ateo, a-cualquier-cosa, rezara a un Dios extraño como último recurso.
Tu familia y yo arrastrándote de ciudad en ciudad detrás de una posibilidad que no llegaba a materializarse. Dicen que la esperanza es lo último que se pierde; es mentira, la verdadera esperanza nunca se pierde.

El último día que fui a verte estuve hablando con tus padres. Tendrías que fijarte en ellos, tan cerca siempre el uno del otro, con la misma inmensa ternura del primer día. Nunca en once años les he visto un mal gesto, una mala palabra con nadie. Recuerdo que un día, en otra ciudad, les vi por la calle, lejos del hospital, a salvo de cualquier mirada conocida. Les seguí, creo que por curiosidad, tal vez por aburrimiento. De repente giraron en una esquina y cuando les volví a ver estaban mezclados en un beso increíble, mirándose con ojos jóvenes y de amor infinito, como si lo tuviesen recién estrenado, o quizás nuevo, que es casi, casi como lo tenemos nosotros, aunque nunca me hayas devuelto un beso ni una mirada. Me dieron envidia tus padres, con su amor de película, tan lejano a todo lo que tenía yo, y sin embargo tan próximo.
Ellos también han sufrido su parte. Cuando te sobrevino la enfermedad lucharon por ti otra vez, como cuando eras pequeña, porque los padres lo son para toda la vida. Los tuyos han sido la mano que te vigilaba, que te daba de comer y te acariciaba. Una mano fuerte y débil. La mano que cura. La mano que ha tirado de ti, y también de mí, de mi agonía -diles que lo siento, diles que me perdonen-. También están presos, como tú y como yo, cautivos el uno del otro porque es lo único que tienen. Pero se tienen.

Te he besado algunas veces; cuando nos dejan solos mientras te trato y nadie nos ve. Son solamente meros roces de los labios, más propios de un niño pequeño que de un adulto entrado en los cuarenta. Cualquiera que me oyese diría que estoy loco y yo no podría esgrimir ningún argumento razonable para que cambiase de opinión. Me diría que lo que cuento es increíble, que estas cosas no suceden. Y yo le daría la razón, porque cuando estoy sin ti pienso que esto es un sueño, que no me ocurre a mí, que es a otro. Pero luego te veo atada a esas máquinas y desearía seguir soñando, porque en mis sueños pronuncias mi nombre, y me miras, y vienes a mi cama, y me acaricias el pelo y... sí, estoy loco. Pero me dueles.

Hace dos meses estuvimos celebrando tu cumpleaños. Tu veinte cumpleaños otra vez. Porque es ahí donde te paraste mientras los demás íbamos envejeciendo a un ritmo doble. Sigues con el mismo brillo en la mirada, con la piel igual de tersa y el cuerpo igual de castigado, con el nombre desgastado. Tú, en esa edad mágica con la que te conocí, como si la vida se hubiese detenido en ese instante y lo demás no importase -y lo demás no importa-. Y los demás rehaciendo nuestras vidas a tu alrededor, girando en torno a ti como satélites.
Te regalé una edición de El Principito; uno de los veinte manuscritos originales del autor. Lo encontré hace años en una librería de antigüedades en Valencia y me hizo mucha ilusión. Tenía los dibujos que el propio Saint-Exupéry había hecho a pluma unos cincuenta años antes. Por aquel entonces tú aún no respondías a los estímulos. Cuando volví de aquel viaje comencé a leértelo, un capítulo cada día, como hicieron conmigo en el colegio. Nunca tuviste tanta mejoría como en los tres meses que duró la lectura. Cuando apareció el zorro se te iluminaron los ojos, y parecía que estabas a punto de ponerte a hablar. Y al final, cuando llegó la serpiente para devolver al principito a su planeta, lloraste como cualquier niño en el colegio. Sólo fueron dos lágrimas, es cierto, pero lo cambiaron todo. Era la primera vez que te veía llorar, con el ojo empañado y dificultades para respirar -te salvó el respirador, como siempre-. También fue la última; después vinieron otros muchos libros, pero ninguno te cautivó tanto como aquél. A veces te releía algunos capítulos, sobre todo el del zorro -tú ya habías conseguido domesticarme-. El que nunca volví a leerte fue el de la serpiente. Tenía miedo de que tú también hubieses dejado una flor en algún sitio y quisieses volver para cuidarla. Después de tus lágrimas, el libro era tuyo por derecho, así que le puse una dedicatoria y te lo regalé.

Ayer me llamó tu madre. Quería verme a solas, dijo que tenía algo que comentarme. Era la primera vez que llamaba a casa desde que nos conocíamos. Estuvimos en un café en el centro de la ciudad. Empezó a contarme cosas de cuando eras pequeña, lo mucho que te gustaba fantasear e inventar historias, lo diferente que eras del resto de niñas... También me contó el susto que te llevaste cuando jugando con un enchufe dejaste sin luz a toda tu calle. Me dijo cuales eran tus dibujos animados favoritos, tus manías y tus miedos. Me habló de los chicos de tu vida, del primero, del que te rompió el corazón en segundo de BUP. , de tu amor platónico. Me contó todas aquellas pequeñas cosas -que nos dejó un tiempo de rosas, en un rincón, en un papel, o en un cajón- que sólo conocen las personas con las que accedemos a compartir nuestra vida. Esas singularidades que nos hacen ser como somos.
Tu madre me hizo reír, aunque ahora llore al recordarlo. Luego, cuando los dos nos estábamos riendo ella paró un momento y me preguntó si te quería. Hice una pausa. Asentí. No me preguntó nada más. Empezó a hablar otra vez, sobre ella misma, sobre lo cansada que estaba, lo que le había costado levantarse cada mañana durante los últimos once años. Me dijo que se estaba volviendo loca, que ya no podía más. Que tu no-vida estaba acabando con la suya. Ella y tu padre lo habían estado hablando desde hacía varios meses y estaban de acuerdo. La primera vez que pronunció la palabra eutanasia me debí de quedar blanco. Creo que se me paró el corazón durante unos segundos. Nunca hubiese podido imaginarlo. Jamás lo había pensado. Me pidió una opinión profesional -¿profesional de qué?, ¿de la vida?, ¿de la muerte?- sobre las posibilidades que tendrías de salir adelante si se te desconectase el respirador. Se la di: no aguantarías más de diez minutos sin estar conectada a esa máquina, tus pulmones han perdido el hábito de respirar y el funcionamiento autónomo de tus núcleos respiratorios es tan deficiente que no te garantizaría el oxígeno que necesitas para vivir. Me miró con ojos de madre, sin verme; me dijo que eso ya lo sabía, que era lo mismo que le habían dicho los neumólogos y los neurólogos con los que había estado hablando.
Nos quedamos los dos en silencio, apurando los últimos restos de nuestros cafés. Ella volvió a hablar de la eutanasia, de lo muy duro que había resultado para ellos tomar esa decisión, pero que ahora ya estaban dispuestos a cualquier cosa. Sólo faltaba mi palabra.
- Si fuese tu mujer, ¿qué decisión tomarías?

Sólo hubo un relámpago amarillo cerca de su tobillo. Quedó inmóvil un instante. No gritó. Cayó suavemente como cae un árbol. Ni ruido hizo, al caer en la arena.

Tú, como el principito, tampoco harías ruido al caer, no gritarías. No sé que harías. Tampoco yo, por eso empecé a escribir esta carta, porque no sé que es lo que haría. Tus padres me han dejado la responsabilidad a mí; si estoy de acuerdo con ellos, te llevarán a casa y tu padre desconectará el respirador. Si digo que no, seguiremos como hasta ahora, esperando un milagro cada vez menos posible.
Esa es la razón de esta carta sin pies ni cabeza. No escribo para contarte nada, más bien lo he hecho con la esperanza de ganar tiempo y que mientras iba escribiendo se me aclarasen las ideas. Ahora, con los recuerdos frescos, estoy más confuso que al principio. Sé perfectamente -eso me lo enseñaron- que en este tipo de casos la probabilidad de que consigas salir del estado de coma y lleves una vida adaptada es, a estas alturas, de una entre cien millones. De lo que también estoy seguro es que las probabilidades me importan nada, porque tú no eres un caso entre cien millones: tú eres Isaura, mi principesa, con tus veinte años todavía y para siempre, con tus dos lágrimas por el principio y la serpiente, con tus manos que aprietan las mías, con tu cerebro despierto y ausente, con tu mirada brillante...
Daría todo lo que no tengo por no tener que tomar esta decisión; hubiese preferido que tus padres no me preguntaran, o llegar una mañana al hospital -una mañana de lluvia, gris, ideal para cualquier tipo de desgracia- y no encontrarte. No puedo evitar pensar que, tome la decisión que tome, voy a equivocarme. Llevo aconsejando a familiares de enfermos toda mi vida, pero ni estoy preparado ni me sirve para nada. Por eso rezo: ayúdame, Isaura, ayúdame porque ahora es cuando más te necesito.

Siempre tuyo


P.D:  Cuando regó por última vez su flor, disponiéndose a protegerla debajo de la campana, el principito se dio cuenta de que sentía ganas de llorar.
-Adiós -dijo a la flor.
Pero la flor no contestó.
-Adiós -insistió.
La flor tosió, pero no precisamente porque estuviese resfriada.
-He sido una majadera- le dijo ella, por fin-. Te pido perdón. Que seas feliz.
Quedó sorprendido porque ella no le reprochara nada. Quedó desconcertado, con la campana en la mano. No comprendía aquella suave dulzura.
-Sí, te quiero -le dijo la flor-. Por mi culpa no has aprendido nada. No tiene importancia. Pero tú has sido tan estúpido como yo. Trata de ser feliz... Ya no quiero la campana.
-Pero el viento...
-No estoy tan resfriada como para que... El aire fresco de la noche me hará bien. Soy una flor.
[...]
Después añadió:
-No esperes más, es doloroso... Si has decidido partir, vete.
No quería que la viese llorar...



martes, 1 de julio de 2014

Principios Básicos de Electroterapia. ¿Por qué no nos gusta?

A los fisioterapeutas no les gusta la electroterapia.

            Ahí va otra de esas afirmaciones tremendas. Repetidas. Lapidarias. Y ciertas. ¿Cierta? ¿Por qué? Seguro que alguno responde que porque no funciona... pero para eso ya escribí el post anterior. Y entonces... ¿por qué no nos gusta la electroterapia?

            Vamos por partes. Que a un fisioterapeuta no le guste la electroterapia no tiene en si mismo nada de particular, del mismo modo que hay compañeros a los que no le gusta trabajar con técnicas invasivas, con niños, con manipulaciones o con masajes, o igual que hay gente a la que no le gusta la carne, el pescado, o los huevos. Hablando de huevos, es como si a Ferran Adrià no le gustase hacer huevos fritos y prefiriese hacer esferificaciones. Llamativo. Curioso. Pero nada más que eso. El problema es si a ningún cocinero del mundo le gustase hacer huevos fritos (siempre estará Lucio para resolverlo). Eso sería extraño. Y sin sentido. Pues eso es lo que nos pasa. Que no nos gusta hacer huevos fritos. Pero tampoco queremos que otros los hagan, no vaya a ser que les salgan bien y la gente empiece a pedir huevos fritos cuando viene a consulta. 

            Ya os dije que este año he tenido tiempo de reflexionar y conversar con algunos compañeros sobre preguntas "eléctricas"... y tengo ganas de compartir algunas respuestas...

- la electroterapia no nos gusta porque no le gustaba a los profesores que nos la enseñaron.
            Como les pasa a los niños, que si de pequeños han visto que en casa nunca se leía un periódico determinado, y si además sus padres les decían que ese periódico no valía para nada, es muy difícil que de mayores lo compren. Pues eso. Profesores que cuando te enseñaban como funcionaba una corriente lo hacían con la misma pasión con la que hubiesen hablado de la reproducción de la ameba salvaje en el Atlántico Norte (y con mucho menos conocimiento) y que te decían que eso era una tontería. Así es muy difícil que algo llegue a gustar. Profesores que te decían que ellos nunca usarían la electroterapia porque la "verdadera" fisioterapia era la terapia manual... No, ninguno de nuestros héroes cuando estudiábamos blandía un ultrasonido en una mano y unos electrodos en la otra.

- la electroterapia no nos gusta porque no la entendemos.
            Esto es hijo de lo anterior. Si no sabemos lo que sucede es muy difícil que lleguemos a apreciar la importancia y la utilidad de ciertas cosas. Hablando de fisioterapia, puede no gustarme el Drenaje Linfático Manual, pero no puedo no reconocer y apreciar los beneficios que aporta en ciertas patologías. Es como si delante del Guernica, o de la Iliada, no fuesemos capaces de entender lo que aportan, más allá de nuestras preferencias. Para poder opinar de algo hay que conocerlo bien. Y por mucho que la electroterapia sea una competencia exclusiva de los fisioterapeutas... pocos pueden decir que la entienden... y claro, si escogemos las terapias porque nos gustan o no nos gustan, todo eso del razonamiento clínico ya os digo dónde va a acabar...

- la electroterapia no nos gusta... porque nos quita protagonismo...
            Vamos a decir la verdad. A veces los fisioterapeutas vamos un poco de divos, de "arreglar con las manos aquello que no funciona" (luego nos preguntamos porque la gente nos confunde con chamanes, o porqué la gente confunde a los chamanes con fisioterapeutas, igual la respuesta tiene que ver con esto). Claro. Las "terapias instrumentales físicas" (toma eufemismo para no decir electroterapia) nos hacen parecer algo menos divinos... qué aburrido es eso de que el centro del tratamiento no sean nuestras manos y sea una lamparita, o una maquinita que hace bip bip... y sobre todo... ¿qué bajón a nuestro ego, no? (menos mal que en internet no se pueden dar -1, que si no, esta afirmación se iba a hinchar a recibirlos) Pues noticias frescas para los que todavía no lo han asumido... no son nuestras manos las que curan,... y si no son nuestras manos, qué más dará hacer una manipulación, un ultrasonido, o enseñar un ejercicio. Nuestra obligación es buscar la mejor terapia para el paciente, no la que más me guste a mi...


            Muchas gracias y buena lectura.